miércoles, febrero 11

El tren del infierno

Justo en frente de mi casa hay un gran colegio, el de los escolapios, más allá un bloque de edificios y, cruzando el horizonte, la vía del tren que pasa por la Patacona y se dirige hacia la estación del Cabañal. De fondo se atisban los edificios de la Universidad de Valencia, más lejos el contorno de la ciudad y, al final, las montañas que delimitan el paisaje.
En un sueño que tuve hace un par de noches, esa vía que continúa hasta el Cabañal se dividía en dos. El primer tramo sigue hacia el sur, tomando el rumbo habitual. Pero el segundo tramo va hacia el norte.
Una vieja leyenda dice que si el tren sigue el trazado habitual, no pasará nada. Pero… ¡ay del despistado que tome la ruta del norte! Algunos trenes se han desviado por un descuido y jamás han regresado. Han desaparecido para siempre, con todas las personas que llevaban dentro. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Ningún pasajero ha vuelto para contarlo.
En ese sueño, regresaba de Moncofa, de dar una clase en el cole, cuando sentí que la inercia del tren nos llevaba a todos hacia el norte. Algunos pasajeros se asomaron por la ventanilla y vieron cómo la Malvarrosa quedaba atrás y las vías que señalaban el camino hacia la estación cada vez eran más pequeñas.
—¡Diablos! Esto no es normal —murmuraban unos.
—¿Pero qué hace este hombre? Ha tomado la ruta prohibida —replicaban otros.
El nerviosismo cundió entre el pasaje. ¿En qué cojones estaba pensando el conductor para llevarnos por aquel camino? ¿Se había vuelto loco? Los pasajeros se pusieron en pie y comenzaron a ponerse muy nerviosos. La mayoría se agolpaba junto a las ventanillas, buscando un lugar preferente para ver lo que iba a pasar a continuación.
El tren iba hacia el norte, por descuido o por negligencia, y ya no había posibilidad de dar vuelta atrás. Nuestro destino iba a ser el mismo de todos aquellos que habían desaparecido a lo largo de los últimos tiempos.
Sentí el cuerpo empapado en sudor. La gente me agobiaba. El miedo arponeaba mis tripas. La tensión me llevaba a girar una y otra vez la cabeza hacia la ventanilla para ver qué nos deparaba el horizonte.
Algunos pasajeros se pusieron histéricos y corrieron hacia las salidas del vagón, pero nadie se atrevió a abrir las puertas con el tren en marcha.
El cielo se volvió rojo sobre nuestras cabezas. El calor se hizo más corrosivo. Costaba encontrar una bocanada de oxígeno entre toda aquella humanidad sudorosa. Y al mismo tiempo el tren aceleraba. Aumentaba la velocidad como una enorme bestia desbocada, siguiendo el trazado de la vía y llevándonos hacia un punto indeterminado plagado de llamas y de estructuras ferrosas condenadas al fuego.
—¡El infierno! —gritó alguien—. Vamos derechitos al infierno, donde los demonios nos condenarán hasta el fin de los días.
Por entonces el calor era tan agobiante que muchos se habían quitado las camisas y sudaban como cerdos. El olor a masa mojada y jadeante se convirtió en una costra que se me pegó a la garganta. ¡Aquello no podía estar pasándonos! ¡Era imposible! ¡Derechitos al infierno sin posibilidad de redención! Y todo por un descuido del estúpido conductor.
En ese momento, alguien pulsó el botón de apertura de emergencia y las puertas se abrieron. El sonido que llegaba del exterior se convirtió en un rugido ensordecedor. Pero mejor fuera que dentro. El interior del tren se había convertido en un rodillo de hierros incandescentes en donde la carne se pegaba por la fricción.
Muchos comenzaron a saltar, de tal modo que la mala fortuna les llevó a caer entre los raíles. Trozos de carne salpicaron las ventanillas. A la gente no pareció importarle demasiado. Mejor abajo que dentro. Mejor muertos que en el infierno.
Por supuesto, yo también salté. Rodé por el suelo como una trompa desbocada. Todos los músculos se me quedaron entumecidos, incluso me hice algún cardenal al rebotar contra las piedras.
Pero al menos ya no estaba dentro de aquella criatura metálica. El tren se alejaba hacia el Norte, buscando un horizonte cuajado de llamas, llevándose consigo a todos los desgraciados que habían quedado atrapados en los vagones.
Me levanté como pude, me sacudí la ropa y miré a mi alrededor. Me encontraba en un enorme campo de tierra que me resultó familiar. Aquí y allá grupos de personas que habían caído del tren, recomponían su dignidad y se espolsaban el polvo de la ropa. Todos miraban desconcertados aquel enorme campo de tierra batida. A mí, en cambio, el paisaje me era tremendamente familiar. ¡El campo de fútbol de los escolapios! ¡Claro que sí! El lugar donde la mayoría de mis compañeros de EGB jugaban en los recreos y yo me aburría como una ostra.
¿Qué hacía allí si nos habíamos distanciado tanto de casa? Es más, desde los escolapios se divisaba mi calle… ¿por qué entonces lo único que llegaba a ver era aquel cielo tumefacto y rojo?
Sonaron cuernos de guerra al otro lado de la valla que separaba el campo de fútbol del cole. Todo el mundo se quedó muy quieto, atento a lo que iba a suceder a continuación. Retumbaron aullidos en la distancia. Los niños comenzaron a llorar. Algunos adultos corrieron hacia ninguna parte, pues no había lugar dónde refugiarse.
En ese momento, enormes formas cruzaron la valla y todos nos quedamos paralizados. Los autómatas sin rostro que llegaron del otro lado montaban caballos de fuego, iban armados con picas y redes, y esgrimían espadas de hoja curva.
Un ejército pavoroso se materializó ante nosotros en menos que se lanza un suspiro.
¡No hubo piedad! Cargaron como una manada de bestias enardecidas por la rabia, lanzando estocadas contra cualquier bulto que se moviera a su alrededor y amputando los miembros de los desafortunados que se quedaban petrificados ante los cascos de sus monturas. Los chillidos arreciaron. Los lamentos se hicieron más hirientes. La gente corría despavorida, pero las redes caían sobre los que se retrasaban y los jinetes los arrastraban hacia sus dominios.
La tierra se tintó de rojo. Regueros de sangre mancharon las plantas de mis pies. La gente rodaba por el suelo con miembros amputados, era asaetada sin piedad y todos acababan enredados como ratas, pero nadie moría. Si no que caían en una agonía indescriptible y eran arrastrados al otro lado de la valla de hierro forjado.
La captura se consumó en unos pocos segundos.
Apenas tuve tiempo de preguntarme qué había pasado. O de divagar si al final había sido buena idea bajar a aquellas arenas de muerte o hubiese sido mejor permanecer en el tren.
Un jinete sin rostro se abalanzó sobre mí. Los cascos de su caballo rompieron con un trueno ensordecedor el suelo que había bajo mis pies. El mundo se eclipsó por una gran sombra que no tenía ojos, ni nariz, ni boca, sólo un ovalo de cuarzo en el que se reflejaban las llamas que serpenteaban en el cielo. El jinete alzó la lanza, rasgó el mundo en dos y la realidad se desvaneció tras un fulgor de plata que me abocó a una singladura de dolor imperecedero.

Hay quién dice que siente alivio por no recordar sus pesadillas. Yo opino justo lo contrario. A veces las pesadillas son tan reales, que das gracias a Dios por permitirte asistir a ellas y que permanezcan en tus recuerdos una vez que la conciencia retorna tras el sueño.
¡Me siento afortunado por haber tenido esta pesadilla! ¡Gracias, Dios!



By David Mateo with 12 comments

12 comentarios:

Tú eres de los que no soportaba jugar al fútbol en los recreos, ¿no? ;-)

Emmmm... estoooo... va a ser que sí.
(Creo que has psicoanalizado perfectamente el sueño).

Yo he soñado que me robaban el camión... y no tengo ninguno, así que ya ves.

Mira, como Loquillo.

Joé, vaya sueños que te gastas :D
¿Tanta gente iba en el tren?

Sí, el cercanías de las cinco y media que va de Moncofa a Valencia va hasta los topes, a veces ni te puedes sentar. Al menos cuando lo cogía el año pasado, porque ahora siempre voy en coche (y no tiene nada que ver con la pesadilla, que conste).

Hombre David, si tus sueños son así, grábalos o algo, que para argumento de película esta de PM.

Yo generalmente me levanto con un regusto amargo en la boca, pero mi mala memoria borra al instante cualquier tipo de recuerdo jeje.

Saludos desde las Hespérides

Spartan

P.D Eso si, el sueño está relatado de cojones! Ya tienes tema para un próximo libro

Una amiga mía soñó que Roberto Carlos estaba haciendo una paella a leña sobre su cama.
Por cierto que tu pesadilla me ha transmitido su ansiedad. Claro, luego conviertes esos sueños en novelas y así cualquiera.

¿Una paella sobre la cama? ¿Y sobrevivió? Que machota.
La verdad es que me tenía que haber callado el sueño y haberlo puesto de rondón en alguna novelilla, pero no he podido evitarlo.
Uno de los sueños más impresionantes que he tenido nunca y que lo recuerdo a retazos fue uno en el que era un stormtrooper y me unía al Imperio para conquistar la Tierra. Al evocarlo sólo recuerdo sensaciones grandiosas, pero los detalles no logro nunca esclarecerlos.

Mis pesadillas generalmente tienen también lugar en el colegio,o tienen algo que ver con esa época.
Es que la infancia es muy difícil!
Pero coincido en que es importante recordarlas, a mi también me han sido muy útiles.

Viendo tus cruados, no me queda otra cosa más que desearte muchas y prósperas pesadillas.
Magníficos, Verónica.

Muchas gracias David! a mi también me ha gustado lo que escribes. Y se ve que le dedicas tiempo al blog.

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